
En una nueva actualización de su diccionario, la RAE incorporó este tradicional y emblemático insulto.
La estrategia comunicacional del presidente argentino Javier Milei replica, casi con exactitud, el libreto descripto por Giuliano da Empoli en Los ingenieros del caos y practicado por movimientos populistas como el italiano 5 Estrellas. Un modelo de poder que se construye sobre la deslegitimación de la prensa, el odio en redes y la erosión sistemática de la verdad.
Actualidad03/05/2025
José María Martín
En tiempos donde la política parece más un set de televisión que una construcción de ideas, el presidente Javier Milei se ha erigido como uno de los máximos exponentes del nuevo populismo digital. Su estilo confrontativo, la obsesión con Twitter, el uso constante de etiquetas despectivas y el ataque frontal a periodistas no son simples arrebatos: son estrategia. Una estrategia que se alinea con lo que Giuliano da Empoli definió como “los ingenieros del caos”, aquellos asesores y líderes que entienden que en el desorden emocional está la clave del control político.
Lejos de ser una rareza local, el caso argentino encaja en una tendencia global: líderes que han aprendido a capitalizar la desconfianza social hacia las instituciones y a convertir la prensa libre en un blanco cómodo para justificar fracasos, amplificar odios y fidelizar seguidores.
No es un invento nacional. En Italia, el Movimiento 5 Estrellas —liderado por Beppe Grillo— construyó su identidad política sobre el descrédito hacia los medios, a los que tildaban de manipuladores, corruptos y funcionales a “la casta”. El movimiento no sólo escrachó periodistas; directamente montó su propio aparato informativo, cerrando filas y evitando todo canal que no pudiera controlar.
Milei avanza por el mismo camino. En lugar de ruedas de prensa, elige hilos de Twitter. En vez de entrevistas abiertas, ofrece monólogos furiosos. Reparte descalificaciones con nombre y apellido a periodistas que lo critican. Asegura que no dará pauta a medios “zurdos” y alimenta, desde el púlpito presidencial, una narrativa que convierte al periodismo en enemigo interno.
Tal como advierte Da Empoli, en este nuevo orden político los hechos importan menos que las emociones. La información es moldeada, cortada y empacada para generar reacción, no reflexión. La consigna no es convencer, sino incendiar. Y todo aquello que cuestione o relativice ese fuego —como el periodismo profesional— debe ser desacreditado.
Mientras tanto, la prensa en Argentina se encuentra entre la precarización laboral y el hostigamiento estatal. El cierre de agencias, la reducción de pauta oficial y el discurso antiprensa desde lo más alto del poder no son hechos aislados. Son parte de un ecosistema en el que la información se transforma en botín de guerra.
La historia del poder es, también, la historia del intento de silenciar a quien lo narra. Desde los tiempos en que se quemaban imprentas hasta hoy, donde se cancela a periodistas con trolls o se los deja sin sustento económico, el objetivo es el mismo: que la sociedad no escuche otra voz que no sea la del líder.
Pero el periodismo —con sus aciertos y errores— no es un lujo. Es una necesidad democrática. Es el eco de los que no tienen voz propia, el reflector sobre lo que se quiere ocultar, el freno frente a los excesos del poder.
Cuando se ataca al periodismo, no se ataca un oficio. Se ataca una idea: la de que nadie, ni siquiera un presidente, debe hablar sin ser cuestionado.
Y cuando esa idea muere, lo que queda no es libertad. Es silencio. ¿Y qué es un pueblo sin voces que lo informen? Una masa más fácil de manipular. Un país más cerca del abismo.

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