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En un país donde la luz se paga en cuotas y los remedios son un lujo, una frase de un jubilado tucumano expone, con brutal honestidad, la tragedia silenciosa que viven miles de adultos mayores. Paola Nieto, referente social, decidió no callar más y transformó el dolor de una vecina en un llamado urgente a la conciencia colectiva.
Actualidad06/05/2025
José María Martín
“Gracias, hija… pero yo no quiero que me ayuden. Solo quiero no tener que elegir entre prender la estufa o comprar los remedios.”
La frase, pronunciada por un jubilado, padre de una vecina del barrio, todavía le duele a Paola Nieto, referente de TUCMA. Le quedó clavada como una espina que no deja de incomodar. Porque no fue un grito. Fue un susurro lleno de dignidad herida. Y en ese susurro, como tantas veces pasa en la historia argentina, se dijo todo.
Esa escena se dio hace apenas unos días. Paola recorría su barrio, como suele hacerlo, charlando con vecinos, escuchando lo que pasa en las casas, no lo que dicen los discursos. En medio de una charla informal, una mujer le confesó que su padre había tenido que pedir un préstamo para pagar la boleta de luz.
Ese detalle —un jubilada endeudado por querer tener calefacción en su casa— resume con dolor el retroceso social que estamos viviendo. Pero fue la respuesta que vino después la que la dejó sin palabras:
“No quiero que me ayuden… solo quiero vivir tranquilo, no tener que pelear por lo mínimo.”
Paola no habla desde el eslogan ni desde la tribuna. Habla desde el barro, desde el dolor de ver que lo que antes parecía básico —comer caliente, prender una estufa, tomar un medicamento recetado— ahora es un privilegio reservado para quienes pueden pagarlo en efectivo. Y ni eso.
“¿En qué momento se volvió normal que nuestros abuelos tengan que vivir así?”, se preguntó en voz alta. Y en esa pregunta resuena una denuncia, pero también una responsabilidad. Porque cuando lo insoportable se vuelve cotidiano, la anestesia social empieza a hacer estragos.
Argentina está cruzando una etapa donde los jubilados, que alguna vez soñaron con descansar después de una vida de trabajo, hoy deben decidir si comen o si se abrigan. Si se curan o si pagan la luz. Y lo peor: se sienten culpables por ser una carga.
“No vengo a echar culpas al aire”, dice Paola. Y no lo hace. No se refugia en el facilismo del señalamiento vacío. Pero sí pone el dedo en la llaga con una convicción que nace del corazón: esto no puede seguir así.
Desde ese encuentro, Paola decidió convertir la impotencia en acción. Convocó a vecinos, a organizaciones barriales, a referentes sociales. Quiere debatir, proponer, exigir, soñar. Porque entiende algo fundamental: la solución no vendrá de arriba, sino desde abajo, desde los vínculos, desde la comunidad.
“No podemos acostumbrarnos a que nuestros viejos vivan mendigando dignidad”, dice. Y lo repite, casi como una plegaria civil. “Tenemos que transformar esta tristeza en organización. Y la organización en alegría. En la alegría de ver a nuestros abuelos vivir bien, como se lo ganaron.”
En un país donde los balances económicos pesan más que las biografías humanas, donde se habla de ajuste con la frialdad de una planilla de Excel, vale la pena detenerse en historias como la que Paola escuchó en la vereda de su barrio.
Historias que duelen porque son reales.
Historias que queman porque son cercanas.
Historias que deberían avergonzar a quienes gobiernan, y despertar a quienes aún no reaccionan.
Porque no hay sociedad que merezca llamarse tal si sus adultos mayores pagan la vejez en cuotas.
Y si no lo cambiamos nosotros… ¿quién?

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